Apuntes para la militancia
Capítulo II
El orden de la oligarquía liberal
“¿Cuál es la fuerza que impulsa ese progreso? Señores, ¡es el capital inglés!" Bartolomé Mitre
La recolonización de 1955 permitió a la minoría explotadora ocupar económica y políticamente el país, pero no culturalmente. Antes una cosa implicaba a la otra, ahora no.
La fórmula había funcionado durante un siglo a partir de la derrota nacional de Caseros. Allí se liquidó el pleito entre las dos corrientes que chocaban desde los días de Mayo: la del puerto de Buenos Aires, cosmopolita, librecambista, vehículo de ideas e intereses que convenían a Europa y trataba de imponer al resto del país; y otra, nacionalista popular, que veía al país en su conjunto y como parte de la unidad latinoamericana. Antimorenistas y morenitas, dictatoriales y americanis-tas, unitarios y federales, fueron fases de ese enfrentamiento
Una vez que Argentina quedó incorporada como satélite de la primera potencia capitalista de mediados del siglo XIX (Inglaterra) y se unificaba en la política de la oligarquía portuaria, los antagonismos se denomina-ban separatistas bonaerenses y hombres de Paraná: crudos y cocidos, chupandines y pandilleros, liberales y autonomistas, cívicos y radicales.
Desde la Independencia, los intereses foráneos tenían su aliado natural en la burguesía comercial de Buenos Aires, dispuesta a enriquecerse como intermediaria de un comercio sin restricciones en Europa. Su primera víctima fue Mariano Moreno, cuya visión americanista chocó con el centralismo unitario que subordinaba el país a la política bonaerense. A ellos se debe el rechazo de los diputados orientales que llevaban a la Asamblea del año XIII las instrucciones de Artigas sobre la organización confederal. Sólo desacatándose pudo realizar San Martín la campaña de Chile y Perú, pero el pago fue dejarlo abandonado a su propia suerte en suelo peruano, del cual pasó al exilio voluntario y definitivo.
Fue contra los devaneos monárquicos de ese grupo, que los gauchos impusieron el principio republicano en el año 20. Fue contra la Constitución aristocratizante de su agente conspicuo –Rivadavia- que se alza-ron seis años después los caudillos federales. Dignos antecesores de la oligarquía contemporánea, en 1815 sancionaron la Ley de Vagancia, para terminar con la protesta de los gauchos hambreados por la política de los exportadores de carne.
En la Constituyente de 1826, los rivadavianos proponían una cláusula prohibiendo el voto de los domésticos, soldados de línea, peones, jornaleros, en una palabra, a la chusma que había hecho la Independencia. Borrego, a quien luego harían asesinar por Lavalle, ridiculizó los argumentos de esa minoría reaccionaria. La de hoy, aplica el mismo principio proscriptivo aunque no tiene la valentía de sostenerlo con doctrina.
Fue ese unitarismo el que concedió a Inglaterra la franquicia para que sus barcos navegasen nuestros ríos, a cambio del derecho espectral de que los barcos que no teníamos navegasen por el Támesis. El mismo escandaloso unitarismo que dio toda la tierra pública como garantía para contraer el empréstito con Baring Brothers, el que entregó las minas de Famatina a un consorcio europeo del cual Rivadavia estaba a sueldo, el que creó el Banco de Descuentos dando el control a los comerciantes ingleses.
La época de Rosas fue un compromiso entre Buenos Aires y el interior, unidos en una política defensiva contra el colonialismo anglo francés y las fuerzas que secundaban sus planes para desintegrarnos. Buenos Aires retiene las ganancias del puerto, pero encabeza la lucha contra el extranjero. La Ley de Aduanas protegía a la industria artesanal, el coraje criollo, la soberanía acechada.
Rosas, caudillo de la conjunción de fuerzas populares que terminó con el unitarismo, era la cabeza de los ganaderos bonaerenses, y formaba con sus amigos y parientes el sector más dinámico de la economía, integrado como industria de tipo capitalista e independiente del sistema comercial de Inglaterra: cría de ganado, saladeros, flota de barcos para transportar los productos a diversos mercados.
Cuando esas circunstancias cambiaron, la política proteccionista del Restaurador ya no contó con el apoyo de los estancieros, que se unieron a la coalición organizada por Inglaterra y dirigida por el imperio esclavista de Brasil.
En 1852 el país necesitaba superar el equilibrio precario del período rosista e integrarse como nación moderna, constituyendo una unidad
económica, con el territorio nacional como mercado interno único, y el puerto de Buenos Aires puesto al servicio común como base para un desarrollo capitalista autónomo. Ocurrió todo lo contrario.
La burguesía comercial portuaria afirmó su control al haberse constituido también como burguesía terrateniente. Los hombres de la Federación poco pudieron contra sus maquinaciones, especialmente cuando Urquiza hipotecó su caudillaje para salvar sus vacas, y la “barbarie” del interior fue aniquilada para asegurar la hegemonía de esa oligarquía ganadero-comercial.
La Argentina se incorporó al proceso económico mundial, pero como mercado complementario del capitalismo inglés. La manufactura importada terminó de aniquilar nuestras industrias embrionarias. Los ferro-carriles dibujaron una nueva geografía donde el intercambio interregional desaparece, se expande el mercado comprador de artículos ingleses y nacen “las provincias pobres”. Las compañías extranjeras, los grandes terratenientes y la burguesía que participaba del negocio importador y exportador, engordan a medida que la riqueza del interior cae en los toboganes que la deposita en los puertos para ser transferida a las islas británicas. Los ríos que el paisanaje había cerrado con cadenas para atajar a las flotas invasoras, pasan a ser vías internacionales por prescripción constitucional: no la prosperidad sino la miseria navegarán por ellos.
Zona marginal del centro capitalista inglés, también debíamos ser de-pendencia ideológica y política. Es que el imperialismo es tanto un hecho técnico-económico como cultural. El lugar de operaciones aisladas de intercambio, establece una relación permanente que no se agota en cada transacción. Los capitales colocados en la semicolonia deben rendir frutos durante muchos años. Es preciso entonces evitar toda in-seguridad en los reintegros y pagos de intereses. Debe procurarse que crezca la economía agraria, para que sus productos fluyan a la metrópoli, y que no surjan industrias que desequilibren la “división interna-cional del trabajo”.
El imperio necesita contar con gobiernos estables, ordenados, buenos pagadores e inmunes al extravío nacionalista. Para eso no hace falta recurrir a la presión directa o a los groseros despliegues de potencia armamentista. La penetración financiera produce el encumbramiento de una oligarquía nativa cuyo destino estaba ligado al del “gran país amigo”.
Las expediciones punitivas de Mitre y Sarmiento ahogaron en hierro y fuego las protestas del pueblo, la cabeza de Chacho Peñaloza, exhibida
en la Plaza de Olta, simboliza a la oligarquía mucho mejor que los mármoles y bronces con que ella se ha idealizado.
La dependencia económica aseguró la esclavitud mental. La semicolonia quedó unificada en el culto idolátrico de las ideas -símbolo del libera-lismo- y cuanto se le oponía fue sentenciado y ejecutado en trámite su-mario.
La lucha política era entre minorías. La montonera había sido una for-ma de política elemental en la que se participaba directamente. El hom-bre de nuestro campo tomaba la lanza y arrancaba detrás del caudillo: iba a pelear contra los españoles o al grito de “Federación o Muerte” (que según se ha demostrado, significaba “República o Muerte”), contra los proyectos monárquicos centralistas de la aristocracia porteña, o contra el chancho inglés o francés que rondaba nuestras aguas, en último caso para entreverarse en peleas de menor significación.
El enriquecimiento de la región pampeana significó, como contrapartida, el estancamiento del interior. El libre cambio tuvo un primer efecto negativo: la producción artesanal de las provincias interiores no pudo resistir a la afluencia de manufacturas extranjeras.
Durante la época de Rosas no se había contraído empréstitos con el extranjero, pero a medida que la Argentina aumenta sus exportaciones, y por ende su solvencia como deudor, se recurre al crédito externo con tal exageración que el país se va hipotecando hasta límites increíbles.
Sarmiento se vale del empréstito para terminar la guerra con el Para-guay y “pacificar” nuestro interior; otros empréstitos se piden para obras que no se construyen, para planes que nunca se inician, a veces sin buscar pretexto plausible. Después se van pidiendo empréstitos para pagar los servicios de empréstitos anteriores. Sólo de 1863 a 1873 los ingleses prestan a la Argentina 15 millones de libras esterlinas.
En estos idílicos tiempos, que tanto añoran los conservadores, el país sufría inmediatamente los efectos de cualquier contracción en los países industrializados. Éstos eran periódicamente sacudidos por las crisis que llegaban aquí con violencia multiplicada, al reducir la demanda de nuestras exportaciones y simultáneamente el precio que se nos pagaba por ellas. Además, justo cuando nuestro país entraba en crisis, Gran Bretaña drenaba nuestras reservas de oro agravando la situación.
Sin embargo, las clases dirigentes ponían todo su empeño en mantener el crédito internacional de la Nación a toda costa. Un presidente diría que “es necesario economizar sobre el hombre y la sed de los argentinos”.
Yrigoyen y sus enemigos
Fue Yrigoyen quien, orientándose como pudo, infligió serias derrotas al aparato que asfixiaba al país. El yrigoyenismo fue un movimiento de masas que expresaba la tendencia al crecimiento del país, frenado por la alianza de la aristocracia latifundista y el imperio británico.
En el gobierno tuvo entre otros méritos, el de cumplir con su promesa de no enajenar ninguna parte de la riqueza pública ni ceder el domino del Estado sobre ella. En un asunto clave como el ferroviario, su acción fue fecunda, y demostró una comprensión cabal cuando, al vetar la ley del Congreso que traspasaba las líneas del Estado a una empresa mixta, afirmó en el Mensaje: “el servicio público de la naturaleza del que nos ocupa ha de considerarse principalmente como Instrumento de Gobierno con fines de fomento y progreso para las regiones que sirve”.
El apoyo a YPF, la tentativa de crear un Banco del Estado y un Banco Agrícola, la compra de barcos, etc.., son otras tantas pruebas de su orientación nacionalista.
Su política internacional fue digna, altiva, independiente, y retomó el sentido latinoamericanista que poseían los hombres de la Independen-cia y que se perdió a mediados de siglo pasado.
Es bueno insistir sobre el manto de plomo que recubría la cultura del país. Las voces solitarias de aquí y allá que querían agregar un aporte renovador, estaban fuera (o se las dejaba rápidamente) de los medios de difusión capaces de amplificarlas hasta influir en la conciencia política nacional. La transición a concepciones políticas más adelantadas y claras que pudo producirse dentro del radicalismo, fue cosa que no ocurrió. Fuera de él, en las fuerzas organizativas, había un páramo ideológico.
El Partido Conservador, representante de la oligarquía terrateniente, no se resignó a la pérdida del gobierno ocasionada por la aplicación del sufragio libre. Mientras esperaba la hora de recuperar el poder por la violencia, su táctica consistió en unir todas las fuerzas posibles bajo él lema negativo de hacer anti radicalismo (luego, cuando contó con aliados en el propio radicalismo, su bandera sería el “antiyrigoyenismo”).
El aliado más consecuente que siempre tuvieron los conservadores fue el Partido Socialista, que no sólo los acompañó en las maniobras con-cretas contra el radicalismo, sino que también lo haría contra el peronismo.
Buenos Aires, puerto de factoría que servía a la intermediación importadora-exportadora, centro burocrático al que convergían los inmigrantes y los criollos desplazados por el latifundio, era la única realidad que veían –incompleta y erróneamente, además- los socialistas. Por el resto del país sentían el mismo desprecio que los “civilizadores” mitrista y rivadavianos.
La gran mayoría de los explotados estaba en el campo: eran los peones de la estancia, los obrajeros, los hijos de la tierra convertidos en mano de obra miserable.
La Argentina quedaba seccionada en una porción industrial y en otra que no lo era, cuyos respectivos asalariados se incomunicaban entre sí y perseguían objetivos contrapuestos. Era una estrategia que podía de-parar algunas mejoras a sectores reducidos del proletariado (creando nuevos motivos de desunión interclasista), pero le vedaba la lucha política para avanzar en conjunto como clase. Los obreros industriales, sin peso en el cuadro global de la economía subdesarrollada, no podían ser factor de transformaciones revolucionarias, si actuaban de espaldas al resto de los perjudicados por el sistema oligárquico imperialista. A cambio de la fantasía de buscar una liberación exclusiva, para ellos solos, en medio de la Argentina desangrada, rompían el frente capaz de obtener una liberación real, y abdicaban del papel que les correspondía dentro de ese frente como clase revolucionaria.
En suma, no les quedaba más que “el sindicalismo puro”, la lucha economista por mejoras inmediatas, aunque debilitados por renunciar a la solidaridad de los otros grupos de intereses comunes, y votar por los socialistas, con lo que terminarían de suicidarse. Como el Partido Socia-lista era enemigo de la industrialización, la clase proletaria no crecería, y como también era librecambista y enemigo de lo que llamaba las “industrias artificiales”, cuando éstas desapareciesen, los obreros sin trabajo aumentarían la oferta de mano de obra y bajarían los salarios. Li-mitándose a una política meramente encaminada a las mejoras salaria-les en la industria, éstas servirían, por una parte, para aumentar la diferencia entre las remuneraciones de la ciudad y del campo, característica de los países subdesarrollados. Al mismo tiempo, servirían de pre-texto para el aumento de costos de producción y, sin proteccionismo, las industrias quedarían en peores condiciones ante la competencia extranjera.
Con estas menciones basta para apreciar que si el Partido Socialista nos ha negado siempre hasta “la leche de la clemencia”, no es por oportunismo ni por improvisación, sino por una vocación rectilínea –desde la cuna hasta la tumba-.
La oligarquía, copiando instituciones liberales, y el Dr. Justo remedan-do enfoques socialistas, llegaban siempre a las mismas conclusiones y compartían los mismos prejuicios. Por ejemplo, al peón de tambo y al obrajero que los oligarcas explotaban y denigraban, el Dr. Justo los crucificaba teóricamente negándoles toda capacidad política. Su discípulo, el Dr. Repetto, explica que era imposible hacerles comprender razones “porque se trata de gente muy ignorante, envilecida en una vida casi salvaje”.
Mencionamos las modalidades que los hacen indistinguibles del conservadorismo. Destacaremos algo que acredita a los socialistas como caso político único. Es el partido socialista del mundo colonial y semicolonial que nunca fue antimperialista, ni siquiera doctrinariamente. Más aún: es el único partido socialista del mundo que ha defendido expresamente al imperialismo. Hasta los más viscosos amarillismos social-demócratas de Europa, beneficiarios y cómplices de la política colonial de sus burguesías, al menos en teoría han condenado al imperialismo.
En la Argentina tenemos un fenómeno mundial: un partido socialista pro imperialista en la teoría y en la práctica.
Los designios de Estados Unidos de imponer su hegemonía en todo el continente, no constituían ningún secreto: sus hombres de Estado lo venían proclamando desde hacía un siglo, y había muchos hechos probatorios en exceso, la oposición a los proyectos de Bolívar para la unificación continental, la destrucción de nuestro Puerto Soledad en las Malvinas, el robo a México de más de la mitad de su territorio, las depredaciones en Nicaragua, la incursión naval contra Paraguay, eran algunos ejemplos. Pero cuando la intervención yanqui en Cuba, a principios del siglo XX, Juan B. Justo observó: “Apenas libres del gobierno español, los cubanos riñeron entre sí hasta que ha ido un general norteamericano a poner y mantener la paz a esos hombres de otras lenguas y otras razas. Dudemos pues de nuestra civilización”. Dudemos más bien de los socialistas cipayos, porque hasta los obrajeros analfabetos del Dr. Repetto, saben que cuando los cubanos tenían ganada la guerra de la Independencia, en 1898, los norteamericanos, mediante una pro-vocación, tomaron parte en la contienda y se constituyeron en usufructuarios del sacrificio de los isleños que venían guerreando desde hacía treinta años, firmaron un tratado de paz con España sin dar intervención a los cubanos, y se apoderaron de las Filipinas, Guam, Puerto Rico, etc. En Cuba nombraron un gobernador militar y sólo lo retiraron
cuando se les dio la base de Guantánamo (que todavía ocupan) y se les reconoció el derecho de intervenir militarmente. Cada vez que había protestas por el fraude con que se elegía a un presidente amanuense de los yanquis, estos mandaban fuerzas amparados en esa concesión.
Únicamente a los socialistas argentinos se les podía ocurrir echarle la culpa a los cubanos de esas intervenciones imperialistas que sufrieron todas las naciones que estaban en el radio geopolítico de Estados Unidos.
Cuando decía “dudemos de nuestra civilización”, se trataba de una ironía justista: quería decir que estaba seguro de nuestra barbarie. Como la civilización y el progreso sólo pueden llegar del extranjero, también aplaudieron la maniobra yanqui que quitó una provincia a Colombia y creó la república artificial de Panamá. Pensaban, como los yanquis, que nuestro continente sería un emporio de civilización si no estuviese poblado por latinoamericanos.
Lenin, explicando la desviación reformista de los movimientos europeos que recibían su cuota del producto colonialista, dijo que “el partido obrero-burgués es inevitable en todos los países imperialistas”. Ha mencionado asimismo que “en todos los países en los que existe el mo-do de producción capitalista hay un socialismo que expresa la ideología de las clases que han de ser sustituidas por la burguesía”. En esta segunda categoría estaría el Partido Socialista de nuestro país sin describirlo totalmente. La Argentina, siempre al día con las modas del Viejo Mundo, quiso darse el lujo de tener un partido obrero-oligárquico-pro imperialista, una creación de la fantaciencia política. Desde que se acriollaron los inmigrantes, nunca más consiguieron reclutar a un proletario. Cuando en la Casa del Pueblo ven acercarse a un grupo de obreros, cierran las puertas y piden custodia policial.
En 1930 la situación se tornó mucho peor, los efectos de la crisis se sentían fuertemente y la reacción afilaba sus cuchillos. Como después pudo verse, el curso de la economía en todo el mundo no admitía ninguna salida de la depresión. Había que capearla lo mejor posible. Pero la maquinaria de la oligarquía le permitía exagerar las fallas del gobierno, atribuirle la culpa de procesos que eran inevitables y marcarlo como responsable del descontento popular.
El Partido Socialista, infaltable en las grandes infamias contra el país, dio una batalla parlamentaria contra la ley de nacionalización del petróleo y lo mismo su desprendimiento, el Partido Socialista Independiente, se sumó al escándalo callejero, arrastrando a los bobalicones de la pequeña burguesía portuaria, que creían que aquellos tribunos municipal-
les eran la última palabra en materia de progresismo y audacia de pen-samiento.
Entre otras lindezas, el diario La Nación emitió este juicio sintético: “No se recuerda ninguna época de fanatismo y corrupción como ésta”. Y La Prensa: “Nunca antes en la Argentina, un gobierno quiso mostrarse y se mostró más prepotente, omnisciente, ni llegó a dejar mayor constancia de su incapacidad de actuar, respetar y ser respetado. Por su parte el Partido Comunista no aportaba nada al esclarecimiento de las cosas, por el contrario, definió al gobierno de Yrigoyen como “reaccionario” y “fascistizante”. El clásico frente antipopular, perfectamente sincroniza-do, sacó a relucir sus grandes palabras y los militares de cabeza hueca hicieron de verdugos.
La Década Infame
“Recién entonces comprendimos hasta qué punto de nuestras oligarquía estaba divorciada de la vida nacional y pudimos medir la amplitud y la perfección con que dominaba los nudos estratégicos de la vida de relación” Scalabrini Ortiz.
En la dictadura que sustituyó a Yrigoyen pugnaban dos corrientes de pensamiento. Los amigos más próximos del general Uriburu profesaban un vago nacionalismo fascista, cuyo expositor principal había sido Leopoldo Lugones, por entonces en una de las etapas más reaccionarias de su vida atormentada y contradictoria. Se identificaba a la patria con su aristocracia, frente a la chusma que venía a ser lo espúreo y extranjero. Era la “hora de la espada”. La dictadura clasista y los grupos conserva-dores planteaban su contradicción de siempre: invocaban las ideas de la democracia liberal, pero en los hechos tenían que violarlas para im-pedir el retorno del partido derrocado, sobre todo cuando la elección de abril de 1931 demostró que los radicales seguían siendo mayoría.
Después de la guerra 1914-18, la posición de Gran Bretaña como pri-mera potencia financiera había cedido ante los Estados Unidos, que emerge como primer país acreedor del mundo. En la Argentina eso se reflejó en un avance norteamericano, tanto en el monto de sus inversiones como en su participación en nuestro comercio exterior. El país se convirtió en zona de fricción entre ambos imperialismos. Los norteamericanos invertían en algunos sectores de la industria y tenían sus ojos puestos en los yacimientos petrolíferos, buscaban el desarrollo de la vialidad para ampliar el mercado de sus exportaciones: automóviles, petróleo, caucho, etc. Los ingleses defendían el sistema de transportes
estructurado en torno a los ferrocarriles y al suministro de carbón. La crisis del año 30, dio transitoriamente el triunfo a los ingleses.
Las inversiones directas norteamericanas habían pasado de 40 millones de dólares en 1913 a 330 millones de dólares en 1929, en 1940 repre-sentaban 360 millones: el 14% de las inversiones extranjeras contra el 61% que poseían los ingleses.
Con la primera guerra había terminado el período de auge del sistema capitalista universal. La crisis iniciada en 1929 no fue más que un efecto retardado de ese resquebrajamiento, cuyos problemas habían queda-do irresueltos. En la Argentina el impacto fue tremendo, como consecuencia de la indefensión que nos creaba el sistema agroexportador. Las condiciones de nuestro progreso –demanda creciente de productos agropecuarios, fertilidad de la zona pampeana, arribo de capitales y de inmigración- provenían de afuera, al margen de una acción consciente impulsada por factores internos. Ese desarrollo espontáneo ya estaba agotado para entonces, pues el aumento de la producción ya no podía hacerse mediante la incorporación de nuevas tierras aptas para el pro-ceso productivo. La crisis trajo un estancamiento en la demanda mundial de nuestras carnes y cereales, y el valor de las exportaciones argentinas se redujo, de golpe, en un 50%.
Los países industrializados abandonaron los métodos del liberalismo, y establecieron una serie de medidas para contrarrestar los efectos de la depresión. Simultáneamente, se invirtió la corriente mundial de capitales: en lugar de afluir a los países dedicados a la producción primaria, retiraron gran parte de las inversiones y cesaron sus préstamos. Para hacer frente a los déficits de sus cuentas internacionales, los países como Argentina no tenían otro recurso que apelar a sus reservas de oro y divisas y, cuando éstas se agotaron, a diversas medidas de regulación económica.
La conferencia de Ottawa, en que Gran Bretaña había establecido sus dominios, un sistema de “preferencias” que cerraba las puertas a la penetración comercial americana, puso a nuestra oligarquía en el trance de perder el mercado británico de carnes. Empavorecida mandó una delegación a Londres, encabezada por el vicepresidente de la República, que firma el pacto Roca-Runciman y somete a nuestra economía a dictados ingleses.
Gran Bretaña no se comprometía a nada importante. En cambio se le otorgaba el control de nuestro mercado de carnes y distribuir el 85% de su exportación, asegurándose además que el transporte se realizase en sus buques.
La clase dirigente entregó al extranjero todo cuanto éste exigió, desde el manejo de la moneda y el crédito hasta el monopolio de los transportes. El principal instrumento de dominación fue el Banco Central, cuya ley preparó Otto Niemeyer, vicepresidente del Banco de Inglaterra, y fue adoptada y puesta en ejecución por los doctores Pinedo y Prebisch. La misión nombrada por Justo para proyectar las reformas financieras del país era, con leves modificaciones, la misma que antes había nombrado el gobierno de Uriburu. La componían Alberto Hueyo, E. Uriburu, Federico Pinedo, Raúl Prebisch, R. Berger, R. Kilcher, L. Lewin, y Robert W. Roberts, representantes de la banca Baring Brothers, Morgan y Leng, Roberts y Cía., que eran acreedores del gobierno. Extranjeros eran los ferrocarriles, los teléfonos, el gas, los frigoríficos trustificados que controlaban la exportación de carnes, las empresas de comercialización de las cosechas, los tranvías, ómnibus y subterráneos.
Para dar una idea del anti-yrigoyenismo, Alvear había festejado la caída de Yrigoyen. Los socialistas aprovecharon los años de abstención radical para conquistar una numerosa bancada parlamentaria, luego reducida a representaciones de la Capital Federal. Ostentaron el mérito de no complicarse en ninguno de los escandalosos negociados de la época, pero silenciaron el escándalo total de nuestro encadenamiento a Gran Bretaña y de los avances del imperialismo yanqui. Al fijar posición en el debate parlamentario sobre el pacto Roca-Runciman, el diputado Nicolás Repetto aclaró: “Desde luego, nuestro voto no implicará un reproche a la gestión diplomática realizada en Londres por el doctor Julio A. Roca. Manifestamos y lo hemos hecho públicamente, nuestra adhesión por la forma tan discreta, por la perseverancia realmente ejemplar y por la alta dignidad que nuestra representación ha sabido mantener en todo momento en el ejercicio de su elevado mandato”.
Su oposición se limitó a lo episódico y marginal, sin calar en ninguno de los temas fundamentales que afligían a la Nación. Eran la oposición ideal para el régimen: moderada, enemiga del desorden, cultora de to-dos los mitos pro imperialistas. Su minúscula astucia de jacobinos parroquiales consistía en equiparar a radicales y conservadores en salva-guardia del orden, cuando se temía que los radicales intentasen perturbarlo.
Los radicales siempre reprocharon a los socialistas el haberse aprovechado de su abstención para obtener representaciones y legalizar el fraude de los conservadores. En defensa de esa actitud, Repetto dijo hace algunos años cosas muy graciosas: relata que, vetada la candidatura Alvear-Güemes en 1931, Lisandro de la Torre vacilaba en presentarse como candidato de la fórmula con el propio Repetto, pero éste en
vano aventó sus escrúpulos, y termina diciendo: “Los hechos ocurrieron en la forma supuesta por mí, y en la elección presidencial siguiente, los radicales triunfaron con su candidato, el Dr. Roberto Ortiz” (La Razón 24/10/61). No menciona que Ortiz fue electo por los conservadores y radicales anti personalistas mediante un fraude cometido contra el candidato de la UCR, Alvear. Con el criterio de Repetto, en la elección de 1931 no hubo proscripción radical, puesto que el general Agustín P. Justo era también radical antipersona lista (Ortiz fue uno de sus ministros). Desde luego, ahora los radicales prefieren no hablar de esos episodios, desde que hace años son ellos los que usufructúan la proscripción del partido mayoritario (nota: el peronismo había sido proscrito desde 1955) y eso les ha convertido en gobierno. Cuando aluden al tema se enredan en explicaciones más retorcidas aún que las habituales. Uno de los que lo ha abordado intrépidamente es el Dr. Ricardo Balbín, y como era de esperar, desapareció toda confusión. Su diáfana oratoria dejó establecido que las situaciones no eran idénticas. “Los radicales mantuvieron su entereza moral en la abstención, sin prestarse con sus votos a pactos ni a la confusión de la República. Los proscritos deben tener espíritu demócrata y no ser aventureros del poder” (La Razón, 06/08/61).
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